Artículo publicado en el Suplemento Especies Urbanas
Llegué a Madrid un 12 de octubre. Llovía. No sé si fue real o una consecuencia del jet lag, pero para mí fueron horas las que pasé en migración. Era mi primera vez fuera de América y observaba maravillada la diversidad humana aglutinada en aquella interminable fila. Sabía que iba a quedarme por mucho tiempo, aunque todavía no asimilaba la despedida.
Lo que no sabía, era lo que tardaría en asimilarla. Me sentía extraña, impotente, extranjera. La sensación de pérdida —esa mezcla de culpa y dolor similar al duelo— me sometió a un calvario de pesadillas e insomnio.
Un economista diría que estaba invirtiendo para obtener un beneficio futuro. Había abandonado mi entorno seguro porque esperaba una relación favorable coste-beneficio. ¿El coste más elevado? Sacrificar el tiempo compartido con mi gente, para comenzar desde cero al otro lado del Atlántico… Con altas probabilidades de perder.
Un psicólogo explicaría que esto se llama estrés aculturativo; que conmigo, migró el entorno que dejé y el que me recibió. Era yo, Santa Cruz y Madrid en un mismo mambo. Me pregunto si así se sintió el primer humano que cruzó África para llegar a Eurasia: incómodo, como durmiendo en cama ajena.
Un sociólogo añadiría que el choque cultural era inevitable. Y en este sentido, el lenguaje fue una de las barreras más difíciles. Mi jerga camba estaba tan arraigada, que aunque sea castellano, era imposible “que me pillen”; pero me las terminé “apañando”.
Requirió tiempo el estar lista para integrarme. Ahora, busco maneras de contribuir a ambas ciudades, convencida que ante los estereotipos y la intolerancia, el migrante es una pieza fundamental de intercambio cultural y aprendizaje.
